De piedra, hierro, alambre, uralita, adobe, madera… Puertas y barreras levantadas en la Tierra para, a menudo, encerrar solo tierra –laborable o no, explotable siempre–. Territorios que continuarían perteneciendo a una persona, grupo o institución aun no estando cercados. La delimitación de estas áreas ayuda a quien camina a no incurrir en delitos de allanamiento, pero sobre todo afecta a su relación con quienes quedan al otro lado del mismo campo, tras la puerta cerrada que les prohíbe seguir la senda.
Los límites facilitan la visualización y la comprensión del territorio. Cuando, en términos territoriales, una persona se siente ‘dentro’, también se siente protegida. Sin embargo, cuando una persona se siente ‘afuera’, desarrolla una especie de separación entre ella y el mundo, una pérdida de identidad con el lugar. Es decir, los procesos de territorialización representan una estrategia de control espacial, pero además implican formas de pensar y actuar, haciendo tangibles estructuras sociales tales como autoridad, derechos, identidad y prejuicios. Los muros de piedra, ladrillo u hormigón, las concertinas de alambre y demás barreras erigidas para frenar el desplazamiento de personas que huyen de la violencia, la persecución o la pobreza, no representan un límite –una línea de control–, sino una zona de transición entre territorios, una frontera que separa tanto como reúne, que afecta, influye y controla la circulación y localización de personas, de sus recursos y sus ideas.
Treinta y dos años más tarde de la caída del Muro de Berlín, el mundo tiene diez veces más barreras fronterizas que entonces: seis en 1989; sesenta y tres (al menos) en noviembre de 2021. El negocio de la construcción de muros ha enriquecido sobre todo a unas pocas empresas estadounidenses, israelíes y europeas (entre estas últimas, se encuentra la española European Security Fencing, productora de las concertinas empleadas alrededor de Ceuta y Melilla, Calais, y en las barreras fronterizas levantadas entre Hungría/Serbia, Bulgaria/Turquía y Austria/Eslovenia). Muros de segregación que a su vez provocan fronteras morales: en Kosice, la segunda ciudad más importante de Eslovaquia, vecinos de barrios cercanos al gueto Lunik IX, en el que viven hacinadas cerca de cinco mil personas de etnia gitana, recogieron dinero y presionaron a las autoridades para levantar un muro de hormigón de tres metros de altura. Una barrera física surgida de líneas simbólicas que deshumanizan y excluyen a personas de nuestra comunidad moral porque “no tengo nada en contra de los inmigrantes, pero si no hay para nosotros, cómo va a haber para ellos”.
Ante los retos perversos a los que nos somete el capitalismo, ya no hay límites:
todo es frontera.
···
Reportaje publicado en Maldita Cultura Magazine #01
Otros Proyectos
Contra viento y marea
Gentrificación y fútbol
8M en Managua
Luchas necesarias